Eugenia

No hay artes mayores ni menores. Cada obrero debe hacer un arte de su oficio. ¡Soy un artista! Maquillar muertos no es fácil: primero, el maquillaje debe ser imperceptible; segundo, tiene que dar un aspecto de salud y optimismo; tercero, reproducir exactamente los rasgos del cliente... A veces el material llega en mala condición. Color y carácter deben ser restaurados mediante datos que proporcionan familiares y amigos; datos siempre contradictorios. No obstante, yo cumplo mi tarea. Allí donde hay frío y deformación, pongo forma y color. No confío, como otros mediocres de mi oficio, en ojos de parientes, velados por lágrimas o miedo. ¡Soy un artista!... En pocos minutos más se podrá decir “era”.

Otro, en mi lugar, estaría contento. Creería haber llegado a la cúspide. No es para menos: encerrado en el Congreso, trabajo sobre el cadáver del "Inmortal". Afuera, un millón de camisas verdes esperan que abra la puerta para desfilar junto al "dormido". Ellos no saben. Yo sé.

Ayer, doce curas vestidos de civil me llamaron a la Gran Sede. En una oficina, luego que hube hecho toda clase de juramentos respecto a mi silencio, me revelaron el secreto. Ellos eran el cerebro y el "Inmortal" su marioneta... Es preciso que los camisas verdes sigan creyendo en la supervivencia del Jefe. Mi labor es maquillarlo hasta que se vea lo más viviente posible y repetir cada día mi obra de arte sin que nadie se entere. "¡Es fundamental para la causa el mito de la resurrección!", me han dicho. Tengo mi fortuna asegurada. Debería estar contento; no lo estoy. Cuando abra las puertas, firmaré mi condena. También la condena de esta falsa doctrina.

Nunca pude encontrar esposa a causa de mi oficio. Dicen que el olor a muerto emana de mis dedos. De vez en cuando, alguna depravada me busca para besarme las manos. Los pobres me desprecian porque realizo mi obra sobre rostros de ricos. No tienen razón. El rostro de un pobre, vivo o muerto, es casi lo mismo; a veces tienen una expresión más reposada dentro del ataúd que la que tenían en vida. Con los clientes de primera clase la cosa cambia: me traen el material disfrazado con fracs, uniformes, medallas, anillos, bandas, cruces, pecheras y me piden mucho color, mucho optimismo. Cuando quito esas cáscaras para dar el baño de rigor, del bulto imponente que ponen a mi disposición queda entre mis manos un miserable cuerpecito con las más feas expresiones de terror, maldad, orgullo o avaricia. Ellos sí tienen necesidad de mi arte. Y debo trabajar horas para hacer de sus caras algo decente.

No tengo, por lo tanto, hijos ni amigos; y un oficio como el mío hace amar la vida. Era una tristeza insoportable... De pronto, huyendo de los camisas verdes, llegó Eugenia. La escondí. No la encontraron. Su padre había sido contrario al "Inmortal". El líder, luego de asesinarlo, estaba exterminando a toda la familia. Eugenia tenía siete años y una mirada tan triste como la mía. A partir de aquel momento, la consideré mi hija.

Ella fue feliz conmigo. Yo fui feliz con ella... Me ayudaba a maquillar. Si nos tocaba trabajo un domingo, luego de terminada la tarea, hablábamos como payasos e improvisábamos absurdos diálogos a propósito del muerto, en voz baja para que no nos oyeran los deudos. Un chiste que hacía reír mucho a Eugenia era que colocáramos al difunto sentado en el ataúd, que yo me pusiera detrás, pasara los brazos por debajo de sus axilas y lo hiciera gesticular un discurso sobre el tiempo.

Dos años estuvimos juntos. Le enseñé mis secretos. Nadie sabe que ella — es un prodigio para alguien de su edad —, maquilló al cardenal Barata. Trabajo le costó hacer de la atroz mueca de escepticismo y desprecio, una sonrisa beatífica... ¡La mirada triste de Eugenia no cambió nunca. Sin embargo, su sonrisa, aún después que los camisas verdes la mancillaran, resplandecía como el sol. No soy poeta: afirmo que su sonrisa era para mí como el sol. Pero el "Inmortal" no se apiadaba del sol ni del universo entero. Recuerdo que dijo: "Si Dios baja a la Tierra y su nariz no me gusta, a Dios mismo lo mando fusilar".

Delatar, ¿qué impulsa al hombre a este acto? Ni lucro, ni envidia, ni venganza, ni espíritu de justicia. Creo que la delación es un instinto. Y el amor, ¿por qué nos conduce al riesgo? ¿Acaso la felicidad no puede encontrarse sino junto al peligro mortal? Al final salía con Eugenia durante el día, íbamos al trabajo cantando, asistíamos a los desfiles con antorchas, jugábamos a la rayuela frente a los cuarteles de camisas verdes... Fue normal: nos delataron.

Reconozco que el líder era un genio teatral. Me llamaron por teléfono. "Dos clientes... Viejo matrimonio... Entierro de lujo... El rostro del caballero para usted... El de la dama para su ayudante..." Llegamos a la dirección indicada. Un lacayo, demasiado altivo para su oficio, se alejó con Eugenia dejándome en una pieza. No había cadáver. Sólo un féretro vacío para niño... Quise abrir la puerta. Estaba encerrado. Oí risas obscenas y ruido de botas. Esperé... Cuando me lanzaron el cuerpo de Eugenia gritando "¡Es tu turno!", no quise comprender. Realicé sobre su carita el maquillaje de payaso que siempre me pedía y la deposité en el pequeño ataúd.

Encerrado en el Congreso, trabajo sobre el "Inmortal". Afuera un millón de camisas verdes esperan que abra la puerta. Mi obra está terminada... Firmaré mi condena de muere. También la condena de esta falsa doctrina: - ¡Entren, camisas verdes, vean!

El Cura-Monasterio

No tengo sotana. Vivo dentro de un tarro en el patio del convento. Los monjes me lanzan un pedazo de pan. A veces dentro del pan hay queso. El domingo, antes de que lleguen las visitas, me hacen salir del tarro para que vaya a esconderme al bosque. No me alejo mucho. Me subo a un cerro y vigilo. Sé que el monasterio tiene los cimientos podridos. Por eso no debo cejar. Si detengo mis esfuerzos y dejo de contraer los músculos del vientre, comenzaré a desplomarme por el campanario. Tic-tac, son las dos.

Cuando llegué era un simple cura. Un día comenzó a trizárseme un ladrillo. Salí del tarro, medio sonámbulo, me dirigí a uno de los muros, enyesé la quebradura y se me alivió el dolor.
Luego empecé a sentir las murallas. Una plaga de ratones cavando galerías me hizo sufrir con sus mordiscos antes de que llegara a acostumbrarme. Aún toso. También me molestó el peso de tanto crucifijo y los clavos de aquellos cuadros con ángeles, enterrándose en mi estuco cual alfileres en la médula de los dientes. No podía comer el pan: me acostumbré.

La torre y los cimientos vinieron después. Sentir las campanas agitándose dentro del hígado fue una felicidad que pudo únicamente ser destruida por la carcoma que devoraba mis cimientos. Comprendí mi labor: día y noche debería velar para no desmoronarme. Que mi campanario, que mis paredes, que mis pisos no se sumerjan en el abismo depende de mi resistencia. Contraigo el vientre. Yo soy el cura-monasterio. Debo luchar.

Los monjes dicen que no soy cura. Cuando les digo que me duele un vitral, se ríen. Cómo explicarles que sé exactamente el número de pasos que dan sobre mis baldosas. Explicarles que siento debajo de mis costillas sus vueltas y revueltas bajo las sábanas. No me creen. Ayer bebí cuatro litros de vino. Salieron al patio dándose golpes en el pecho y gritando: “¡Temblor de tierra!” Al que se ríe más, le dejé caer una cornisa en la tonsura.
Ellos piensan que el monasterio es eterno. Yo sé que voy a morir. No estoy loco: yo no digo que soy el monasterio. (Me refiero a su materia.) Soy la conciencia de él. Al mismo tiempo existo como hombre. No es complicado. No tiene nada de raro. Si me embriago, el monasterio tiembla. Si el viento atraviesa las ventanas, me dan escalofríos. Mis colegas tratan de salvar sus almas. Yo lucho para que los cimientos podridos no se derrumben.

El ruido de sus plegarias me produce grietas. Les he propuesto que recen pensando. Han cantado más fuerte. Justo debajo, hay una trizadura que hará hundirse el altar. El dolor lo tengo en un riñón. Son ellos los que me están destruyendo con tanto moscardoneo, tanto crucifijo, tantos cuadros, tanta agitación bajo las sábanas. Son ellos los que me alimentan mal. Son ellos los que mañana me derrumbarán.

Es domingo. Ha venido con su hermoso uniforme militar el Presidente de la República, seguido por veinte caballeros de la aristocracia y muchos soldados. Estoy más enfermo que nunca. Se han puesto trajes de gala. Parecen vestidos como para un baile. Ya no doy más. ¿Por qué no me tocó ser cura-volantín o cura-hierba? Habría sido delicioso sentir el aire puro de la altura agitando mi simple papel de color o la tierra dulce apretando, tibia, mis raíces.

No tengo dudas sobre lo que soy. No obstante, experimento el deseo de probar, a ellos y a mí, tangiblemente, que soy el monasterio. Aquí hay algo que está mal. Uno: si no me decido a relajar el vientre, jamás caerán las murallas y nunca podré tener la prueba. Dos: si me decido a dar el mortífero paso, a costa de la destrucción tendré esa prueba. (Soy hermoso; bajo la lluvia mis tejas brillan como escamas de salmón.) ¿Pero si las murallas, a pesar de mi acto, no cayeran?
No dejaría de ser lo que soy. Probablemente no sea aquel monasterio sino otro idéntico que puede estar en cualquier parte. Además, ¿es necesario que exista un monasterio “real”? Me basta saber que si dejo de contraer los músculos del vientre, yo, yo mismo me elimino.