La Idea

Antes de que la idea apareciera, yo creía ser feliz. Trabajaba en Investigaciones. Filas de conspiradores, con toda seguridad comunistas, a quienes no distinguía por los rostros sino por las tarjetas de identificación que les colgaban del cuello, esperaban llegar a mí. ¡Blandiendo un punzón eléctrico y pistola negra, yo era la obligada meta!
Siempre me esmeré en reventar lentamente cada testículo o pezón, aunque para ello tuviese que retardar varias horas el avance de la fila. Por amor a mi oficio, adquirí técnicas que me permitieron obtener confesiones semejantes a poemas. Secretamente alimentaba yo la creencia de que el Supremo estaba enterado de mi habilidad y que, al término de cada jornada, se reunía con su Estado Mayor para admirar las fotografías de mis obras de arte. (Para abrir un tórax de tal manera que semeje una magnolia roja, se necesita un buen gusto extremo.) Estaba orgulloso. Eso era antes. Ahora estoy vomitando.
La cosa empezó por mi culpa: hacer desaparecer a un fulano se me había hecho rutinario. Con el apoyo del Alto Mando, mandaba borrar su acta de nacimiento y todos los demás documentos oficiales, amén de su cuenta bancaria, su registro telefónico, etcétera. Esto parece complicado pero era relativamente simple. Bastaba un telefonazo para poner en marcha la red desaparecedora y en menos de cuarenta y ocho horas el criptocomunista se esfumaba. Bueno, le quedaba el molesto cuerpo. Yo mismo, en cómodos fines de semana, cuando podía ausentarme de la capital en forma discreta, los liberaba casi a todos de esa carne ya carente de significado social. Un hombre sin papeles es un fantasma. A veces era en el desierto, otras en playas deshabitadas o en bosques del sur. Mejor no amontonarlos en promiscuas fosas comunes. Un desaparecido no puede formar grupos, tiene que irse al agujero, solo, sin encontrar ojos que al verlo lo definan.
Ellos mismos tenían que cavar su fosa. Es curioso cómo cada uno abría un hoyo diferente: a veces eran rectangulares; otras, a causa de que les temblaban las manos, informes. Los había profundos y grandes, como si fueran a contener una vaca o tan pequeños que me veía obligado a cortar al muerto en dos para que cupiera. Es curioso: los que ejercían una profesión intelectual cavaban fosas de muy poco fondo.
No hay mucha diferencia entre la muerte de un conejo y la de un hombre; basta un golpe en la nuca y se acaba la comedia, Bueno, el golpe no lo daba con mis puños sino con un bate de béisbol, por higiene. Luego los cubría con piedras y tierra, punto. ¡Desaparecidos para siempre!
Sí, borrar a un fulano se me había hecho rutinario. Pero este día de verano, en Investigaciones, la cola de tantos inculpados para caber en la sala debe formar una espiral. El aire se vicia. Apenas puedo introducirles las ratas hambrientas en el ano. Por el interior del pantalón, a causa de mi vientre sudado, se desliza la pistola. Me inclino para recogerla. ¡Sucede aquello que causa mi perdición: acude una idea!
Fue como si un sol inoportuno surgiera en mi cabeza iluminando recuerdos, órdenes inscritas, antiguas creencias. Al erguirme, sentí que mi calavera era un cofre relleno con diamantes venenosos. Esa sensación me produjo tal disgusto, que oculté mis ojos con gafas oscuras por temor de que alguien descubriera lo que llevaba incrustado en el cerebro. Al lado de aquella idea, mi pretérito se presentó como un magma nauseabundo; a pesar de todos mis esfuerzos me fui avergonzado de mis mediocres conceptos y, al fin, encontré ridícula mi pasión por hacer desaparecer ciudadanos en forma perfecta.
“He sido de una abominable debilidad; debo fortalecerme. ¡Así como tuve esta idea, la puedo eliminar!”
Solicité un largo permiso al Comité de Tortura. Me fue concedido con una facilidad que no dejó de herir mi orgullo. (Sobre todo cuando supe que colocaban en mi puesto a
Un burdo ex boxeador.) Semanas estuve encerrado forzando mi cerebro. Me incliné innumerables veces. Me tendí de espaldas en la cama mirando el techo o boca abajo con la cabeza colgando al borde del somier. Nada sucedía. Fracasaron las mojadas en el ceño con agua caliente, el golpearme el mentón con un puño, azotar mi nuca con un zapato. Dentro de mí, la idea brillaba como una tarántula incandescente. Me di cuenta de que había algo ajeno queriéndome utilizar como instrumento.
“Ella no ha sido creada por mí. Cuando me incliné, vino de otra parte a mi cerebro para anidarse en su centro hasta destruir mi vida. ¡Impediré que surja de mi boca! ¡He de olvidarla!”
Meses estuve tratando. Comí poco; me sumergí en los cinematógrafos; participé en desfiles religiosos y políticos; memoricé la nueva Constitución; recurrí al alcohol, a la morfina, al embrutecimiento sexual. Vanos esfuerzos: ¡olvidé hasta mi nombre, pero la idea no perdió su nitidez!
Como último recurso pensé en degollarme. Sin embargo, la duda me retuvo. ¿Era ese el medio de eliminarla? ¿Y si después de que yo muriera el ex boxeador, torpe, dejaba caer cualquier cosa, las pinzas muerde-senos, por ejemplo? Al recoger mi cuerpo, los empleados de la funeraria se inclinarían. Catorce veces por semana, un hombre baja la frente al atar y desatar los cordones de sus zapatos. ¡Todo el mundo inclina la cabeza varias veces al día, por diferentes motivos! ¿Quién me aseguraba que, una vez libre de mí, la idea no aparecería en otro cráneo?
Guardé la navaja.
“Tengo la sensación de que juega conmigo. La única manera de eliminar esta cosa monstruosa es hacer lo que tan bien se hacer: desaparecerme.”
Seguí todo el ritual: di el telefonazo maestro y la red se puso en acción. En menos de cuarenta y ocho horas me convertí en un don Nadie. Al sábado siguiente tomé el automóvil y me fui a una playa abandonada llena de algas. Allí, desnudo, dejé surgir mi asco. Después de unas tremendas arcadas vomité los huesos del pie derecho; luego los del otro pie, seguidos por los fémures, la osamenta púbica, la columna vertebral que surgió como un gusano blanco, las costillas, los brazos, el cráneo, en fin, mi esqueleto entero. Convertido en un montón informe, vomité las tripas, el estómago y las otras vísceras. Luego fueron los músculos, la grasa, las arterias y venas, los nervios, y por último, como una gran hoja muerta, la piel. No quedó boca ni nada. Miento: quedó palpitando entre las algas, como un pez que agoniza, la maldita idea.
Aliviado, entré en el mundo de los desaparecidos. Lo encontré vacío. Al esfumarme yo, ellos, saliendo del olvido, comenzaron a aparecer.