Zipelbrum

A nadie le importó cuando encontraron su pieza desierta. La dueña dijo: «El de la 13 ha desaparecido». Siguieron comiendo. Un pensionista volcó el arroz sobre su armadura. Mientras limpiaba, un mozo aprovechó para comentar: «Yo sabía que el tal Octavio iba a desaparecer; por eso no me preocupaba de asearle la pieza». Siguieron comiendo.

Octavio, en la Universidad, fue mal considerado por faltar a los cursos de Alquimia y Lanza; el profesorado llegó a despreciarlo; el Abad le negó el ingreso al Centro de Investigaciones Fonéticas y no merecía ser rechazado; era un buen estudiante aunque no de las materias que interesaban a los otros.

Había creado una teoría: «La Voz no surge de las cuerdas vocales ni del aire que las remece. Existe sin que nadie la produzca. Sólo que está prisionera en los músculos de la garganta y depende de la voluntad.» «Quiero libertarla. Hacer que salga por cualquier parte del cuerpo: por un ojo, por una mano. Conseguido esto, independizarla de mi voluntad. Entonces sonará cuando y por donde ella quiera. Yo la oiré.»

Abandonó la ciudad universitaria y arrendó un cuarto en una pensión. Como no se asomaba al corredor, llegaron a olvidarlo. El mozo no lo atendía. Su cama se pobló de parásitos y tuvo que acostumbrarse a las privaciones: podía pasar semanas masticando pan duro y bebiendo agua. Ni siquiera necesitaba dormir; afiebrado, velaba trabajando según sus métodos.

Después de mucho, cuando, como las ratas a un barco derruido, los bichos iban abandonándolo por no tener qué succionar en su piel seca, encontró lo que buscaba. Al roer aquella noche el pan y herirse con la corteza, emitió una exclamación que salió por una pierna. Enloqueció de júbilo, escapó desnudo a la calle... A nadie le importó. Siguieron comiendo.

Octavio, en cueros, no podía ir lejos. Los cubos de madera del pavimento se hinchaban absorbiendo lluvia. Las llaves colgadas ante el gremio de los maestros cerrajeros sonaban removidas por el viento del mar; al mismo tiempo se balanceaban los avisos de neón de las bebidas gaseosas. Detrás de los vitrales las hijas, junto al teléfono, tocaban el laúd, y lejos, las flores de los naranjos enanos perfumaban el aire revuelto de los extramuros mientras Octavio seguía, con los pies descalzos, caminando sin rumbo y hablando por todas las partes de su cuerpo, incluyendo las secretas.

Pronto, la baja temperatura lo volteó. Cayó ante una puerta carcomida. Lo oyó maese Brumstein.

Maese Brumstein fabricaba a mano sus botines. En seguida los vendía a plazos. Nadie le pagaba más de la mitad del precio estipulado. Cuando iba a cobrar el saldo, se negaban, objetando que el calzado era de mala calidad. Si el zapatero insistía, le daban una botella de aguardiente y lo echaban a palos. El anciano regresaba a la zapatería; llorando, tragaba alcohol y, ebrio, llamaba a su dios, Zipelbrum, muñeco de madera con voz humana que un día iba a llegar para darle felicidad.

Entonaba sus salmos cuando sintió golpear contra la puerta. «¿Quién interrumpe mi oración a esta hora? ¡Iré a ver!». Vio a Octavio tendido. Sintió estremecimientos, comezón de ojos, zumbar de oídos. Con la lengua seca dijo: «¡Llegó Zipelbrum!»...

Octavio tenía la piel tan endurecida que fácilmente se le podía confundir con madera. Maese Brumstein entró al desmayado, buscó un martillo, y clavó a Octavio en la pared, encendió tres velas delante de él y esperó.

Octavio al despertar creyó que soñaba. Se encontró clavado en una pieza obscura repleta de botellas vacías, trozos de cuero y hormas de yeso; con un viejo ebrio, de rodillas, que lloraba golpeándose el pecho con un zapato a medio hacer.

— ¿Quién eres tú? —preguntó.

— ¡Tiene voz humana! ¡Habla sin mover la boca: es de madera! Zipelbrum: yo sabía que alguna vez ibas a venir para traerme la felicidad.

— ¿Qué felicidad esperas de mí?

— ¡Que me paguen las deudas!... ¿Será eso? Si me las pagan tendré dinero. Si uno tiene dinero es pernicioso embriagarse. Vendrá el burgomaestre y me dará un sermón; vendrá un policía y me impondrá multas; vendrán los vecinos a pedirme que entre al club de los maestros abstemios; me harán la vida imposible y ya no podré beber ni cantar mis salmos... Cierto es que no hay necesidad de salmos pidiendo que vengas, porque estás aquí. ¿Qué voy a cantar ahora? Esa era mi felicidad. Tú me tienes que decir cuál será la nueva.

—No sé qué pueda ser la felicidad para ti estando yo en tu pieza.

— ¡O me dices o te golpeo! —dijo maese Brumstein, sacando un látigo.

— ¡Créeme, no sé! —contestó Octavio asustado.

— ¡Zipelbrum lo sabe todo! —gritó el viejo y comenzó a azotarlo. Vapuleaba con tanta furia que Octavio empezó a quejarse a través de todos sus poros. Estos lamentos enardecieron más al zapatero, quien, bebiendo aguardiente y dando latigazos, amenazaba continuar golpeando durante horas.

- ¡Ahora ya tengo que hacer cuando bebo: Azoto a mi señor Zipelbrum!

Este nuevo canto no era místico sino sensual.

Algo pasó en Octavio. Exhausto, había dejado de gritar y, sin embargo, la voz le sonaba a través de las vísceras.

¡Gracias, maese Brumstein! ¡La Voz se ha liberado de mi voluntad!

El zapatero estaba perplejo. Empezó a buscar. Al cabo de un tiempo se acercó al cuerpo de Octavio y apoyó una oreja. Sonrió. «El canto tiene que ser para mí.»

Tomó un cuchillo y hundiéndolo en el cuerpo de su dios, lo fue abriendo. Octavio quiso pedir: «Ahora que lo he logrado, no me la quites», pero no tenía voz para decirlo. Ella vibraba libre, como un animal joven.

La voz abandonó el cadáver de su antiguo amo, recorrió el cuarto para después salir por la ventana y perderse hacia lo lejos.

Maese Brumstein la oyó alejarse. Bebió un último trago, desclavó los restos, los arrastró al fondo de la casa y trepándose por el cerco, dejó caer el cuerpo abierto en el patio de su vecino. Siete grandes perros se acercaron.

Maese Brumstein, mientras se disponía a dormir, exclamó:

— ¡Ese no era Zipelbrum!

Lágrimas de ORO

Cuando el extraordinario y feliz fenómeno se produjo, cada miembro de la familia expuso una creencia diferente acerca de su origen. Según doña Luisa, la madre, fue a causa de una libélula dorada que picó al niño en la frente; según don Luis, el padre, el pequeño tragó unas semillas de membrillo radioactivo; según la abuela, viuda, fue porque en la misa, durante el último temblor, la estatuilla de San Jacinto vino a estrellarse en la cabeza de Dominguito; según frater Maurus, tío materno, monje benedictino, casto no sólo de las partes pudendas sino también de los cinco sentidos, el fenómeno se debía a la ingestión de una hostia milagrosa. En fin, según Nicomedes, tío paterno, borracho contumaz, la cosa se había producido porque el muchachito tenía un ángel de la guarda pederasta... Fuese la causa que fuese, el hecho es que una mañana Dominguito se despertó llorando lágrimas de oro.

Don Luis creyó que eran purulencias pero, por su dureza y falta de hedor, tuvo dudas. Las amontonó en una copa y las llevó a la joyería más cercana. “¡Es oro de 24 kilates, es decir puro!”, le informó el joyero. “Se lo compro en tal cantidad.” ¡Diablos, el montoncillo de billetes le permitiría pagar el arriendo del apartamento por lo menos durante tres meses! Regresó corriendo para interrogar a su hijo.

—Dominguito, ¿qué soñaste? ¿Tuviste una pesadilla? ¿Crees que si te duermes volverás a tenerla?

Doña Luisa, la abuela y los dos tíos (frater Maurus, enterado por teléfono del milagro, había tomado su moto y acudido de inmediato al dormitorio), amontonados detrás de don Luis, lanzaron, como él, miradas ansiosas hacia el pequeño.

—No sé... no recuerdo... No tengo sueño... Llévenme a la escuela...

—¡Muchacho desobediente! ¡Te hemos dicho que te duermas otra vez!

—Pero si ya dormí toda la noche... Me quiero levantar...

— ¡Noo!

El muchacho forcejeó, mas las diez manos de la familia lo obligaron a permanecer acostado. Dominguito se puso a llorar. ¡Dos ríos de lágrimas de oro le brotaron de los ojos!

Los adultos cosecharon el precioso metal cacareando de felicidad. El niño no necesitaba dormir ni soñar; cualquiera que fuera el motivo del llanto, las gotas doradas surgían igual.

Para probarlo, una vez que hubo cesado de lamentarse, tomado su buen desayuno y preparado cuadernos y libros para ir a la escuela, Nicomedes le dio una violenta cachetada. ¡Oh maravilla, le surgieron otra vez lágrimas de oro! ¡Ñam! ¡A una cachetada por semana podrían vivir como reyes!

Fueron cuatro meses de euforia. Si el golpe en la mejilla era bien dado —calculando, eso sí, no romperle un diente—, producía media hora de intenso llanto, es decir, una fortuna... Se cambiaron a un octavo piso, trescientos metros cuadrados; renovaron, de zapatos a sombreros, el guardarropa; inauguraron un congelador lleno con cuatrocientos kilos de bistec argentino; pudieron lucir una camioneta último modelo. En cuanto a Dominguito, no se le permitieron quejas. Si bien es cierto que a veces su cara amanecía con manchas moradas, en cambio, encerrado en su cuarto, recibía juguetes a canastas llenas.

El problema se manifestó al quinto mes: el niño, acostumbrándose al castigo, no sólo perdió junto con la sorpresa el miedo, sino que también se aficionó al dolor. Mientras más recio se le propinaba el palmetazo, más grande era su sonrisa.

— ¿Qué vamos a hacer ahora? — canturreó frater Maurus—. ¡El mequetrefe se hizo masoquista! ¡Miren, le pincho la tetera con esta aguja, y no reacciona! ¿No creen ustedes que sería bueno, haciéndole imitar a Nuestro Señor, tomar tres gruesos clavos, un par de maderos y crucificarlo?

—Hermano santo —respondió la madre—, para que la gallina de los huevos de oro siga poniendo, no hay que convertirla en consomé... Mejor sacrifiquemos a Pepo, su conejito de angora.

Ante la presencia del niño, a quien ataron a una silla, con los párpados obligatoriamente abiertos a fuerza de tela adhesiva, se clavó en la pared, patiabierto, al animalillo. Por falta de lanza, la abuela le hundió en el costado un tenedor. Lo dejaron desangrarse y morir, mientras Dominguito lanzaba gritos de horror. Las lágrimas de oro le corrieron sin parar durante una semana. Para calmarlo, después que firmaron el contrato de la compra de un magnífico terreno frente al mar, le regalaron un ratón blanco… que le guillotinaron al cabo de seis meses. (El llanto les dio para construir el chalet costeño.) Lo mismo sucedió con el perrito chihuahua. Sin embargo, cuando quisieron que aceptara un gato romano, lo corrió a patadas. Lo mismo hizo con la ardilla, el chimpancé y la cacatúa... Tuvieron que cambiar de técnica.

Al principio pensaron cortarle la falange de un dedo, pero como recordaron que se había hecho inmune al dolor físico, decidieron torturarlo mentalmente. Don Luis se manchó el traje y la cabeza con sangre de pollo, se acostó en medio de la calle, dejando que un montón de tripas de vaca le asomara por debajo de la camisa. El niño, a los gritos de doña Luisa “¡Atropellaron a tu padre!”, salió de la casa, vio al tendido, se puso más blanco que sus calcetines y comenzó a chillar. La abuela y los tíos recogieron en un cuerno de cristal hasta la última de sus lágrimas. Entonces don Luis se levantó riendo, acompañado por el carcajeo de toda la familia. “¡Era una broma, tontito!”… Pero Dominguito no era tan tonto como ellos lo deseaban. La siguiente vez, cuando frater Maurus apareció aplastado por su moto, con un cerebro de ternera junto a su tonsura, él, riendo, se acercó al falso muerto y lo orinó en la cara.

La familia, desesperada —los negocios, por falta de las preciosas lágrimas, se venían abajo—, perdió el control y ensayó absurdas cosas: sorprender al niño mostrándole degeneradas fotos pornográficas; contratar actores disfrazados de la Momia, Drácula y otros monstruos, para que le gruñeran en la noche empujando las ventanas; amenazar con arrojarlo, en el zoológico, al foso de los leones; en fin, la madre, prometiendo, a causa de su sequedad ocular, cortarse el cuello con una navaja... ¡Nada! Igual a un cuero, el espíritu del niño se había curtido: nunca más algo lo haría llorar.

El mundo real, tanto como el de los sueños, sucede como una danza en la que las casualidades ocurren justo cuando deben: corrió tanto la voz de que el niño lloraba lágrimas de oro, que acabaron por raptarlo. La familia esperó junto al teléfono dispuesta a pagar el rescate que los bandidos exigieran, pero ninguna campanilla resonó durante esos largos días. Faltos de materia prima, seguros de que nunca más volverían a ver a su productor, planearon con inmensa pena vender los bienes tan duramente obtenidos.

Mientras, los llamados bandidos, que eran en verdad un honesto boticario y su mujer, al ver que las aplicaciones de ácido sulfúrico en la planta de los pies no conmovían al niño, decidieron hacerlo llorar con la pobreza. Lo llevaron a una población misérrima y lanzaron un pan dulce en medio de un grupo de haraposos y esqueléticos muchachos. La salvaje pelea que estalló entre ellos, cada uno tratando de apoderarse del exiguo alimento, entristeció tanto a Dominguito que los diques del rencor se le abrieron y comenzaron a correr sus lágrimas, pero esta vez no fueron de oro sino de miel. Una miel más dulce que la de las mejores abejas. Los pobrecillos, felices, le lamían las mejillas —una gota bastaba para alimentarlos todo el día—, y él lloraba y lloraba. La dulce materia sanó a un pobre que apenas respiraba a causa de una infección en los pulmones; a otros les curó la sarna; un paralítico que se untó las piernas pudo andar; cesaron todas las enfermedades Los boticarios, temiendo ser linchados, no se atrevieron a llevarse de allí al raptado. Por medio de una misiva anónima comunicaron su paradero a la familia. Los padres, la abuela y los tíos llegaron lo más rápido que pudieron, encabezando un destacamento de carabineros. Éstos alejaron a bastonazos a los golosos piojentos y rescataron al precioso niño.

Sentados alrededor de la sólida mesa familiar, mientras imaginaban planes para embotellar las nuevas lágrimas y venderlas a precio sustancioso como panacea infalible, escucharon a Dominguito hablarles con voz de adulto: “¡Queridos parientes, voy a llorar por última vez: mis lágrimas les darán vida eterna!” Otra vez se puso a eyectar gotas de miel. Las ávidas lenguas de sus familiares le lamieron los párpados. Cayeron en éxtasis saboreando tanta dulzura. Poco a poco el manjar los fue paralizando hasta que, muertos, tal como el niño había prometido, entraron en la terrible vida eterna.