El Vampiro Subversivo

Al caer la noche, el padre y la madre abrieron la tapa del pequeño ataúd y despertaron a su hijo para contarle, una vez más, la muerte de sus abuelos: por quedarse más tiempo de lo indicado fuera del castillo, la luz del día los sorprendió, convirtiéndolos en cenizas. El muchachito, mostrando sus largos colmillos, exclamó: “¡Los vengaré! ¡Algún día apagaré el sol!” Por un agujero cavado en el muro, hizo salir una manguera con la cual lanzó un chorro de agua hacia el astro rey. A pesar de que el líquido llegaba a alturas increíbles, sus intentos fracasaron. Siguió probando. “¡Por muy lejano que parezcas, te alcanzaré!”, amenazó al sol. Sus progenitores comenzaron a burlarse. “¡Estás loco, nunca podrás! Durante milenios el sol nos ha reducido a polvo, ¿quién eres tú para oponerte a una hoguera de tal magnitud?” El muchacho no les hizo caso. Fabricó un carro provisto de vidrios que no dejaban pasar la luz y llevó miles de litros de agua hasta una montaña para, desde la cima, tratar de llegar con un chorro al sol. Fracasó. Siguió tratando. En pleno día, cubierto sólo por un toldo, disparó un cohete extinguidor que estalló en la estratosfera sin alcanzar su objetivo. Los padres aplaudieron: “¡Bravo, nuestro hijo fracasó! ¡Por desobediente, deberíamos correrlo del castillo! ¿Por qué no se conforma como nosotros?” Después de miles de intentos inútiles, el joven vampiro, mirando hacia el sol, que brillaba más que nunca, lloró: “¡Tienen razón: nunca podré apagarlo! ¡Ya no me importa morir!” Y abrió los brazos para dejarse calcinar sin cubrirse de los rayos. ¡Nada sucedió! En la triste oscuridad de la fortaleza, los viejos vampiros se asombraron: “¡Nuestro enemigo no lo daña! ¡Se ha tornado inmune al sol! ¡Qué envidia!”.

La Triste Historia de Belovar y Bielina

—Ven a conocer mi guarida, Tolín.

Por fin el violinista puede visitar el hangar en forma de cruz en donde vive La Rosita, su extraño amigo.

— ¡Entra!

Libros del piso al techo: volúmenes cayendo empujados por las ratas.

—Aquí están mis preferidos: Gide, Marcel Schwob y, sobre todo, El señor de Phocas de Jean Lorrain. Yo también, como él, he buscado la doliente esmeralda dormida en los ojos de las estatuas de Pompeya, las líquidas pupilas de Antinoo. Verás. Es mi tesoro. Nunca podrás olvidarlo...

Abre un armario. En un frasco hay una cabeza humana.

Sola-Bella tiene una larga cabellera roja y su cuello fue separado del tronco por un tajo limpio. El agua translúcida en que flota es perfumada. Sola-Bella ofrece unos labios entreabiertos y su piel es fina y parece tibia y viva. Sus ojos verdes se fijan en los de Tolín como observándolo.

—Viene del medievo servio. El líquido que la conserva es una fórmula alquímica. Si te fijas bien, verás el nacimiento de los pelos de una barba. Es hombre. Introduzco mi sexo en su preciosa boca una vez por mes... Adiós...

Y La Rosita lo empuja hacia afuera, poniéndole en las manos un viejo pergamino enrollado en unas páginas de papel ordinario escritas a máquina.

—Tolín, he traducido lo mejor que he podido ese antiguo documento. Léelo hoy, por respeto, a medianoche. Conocerás el secreto de Sola-Bella.

El águila de tres cabezas de la bandera azul del Señorón de Mandakovitch había ondeado en el castillo durante innumerables generaciones. Sus antepasados, procedentes del Mar Adriático, penetraron en Servia y construyeron en la cumbre de la Montaña del Nogal, cerca de Prokouplie, una fortaleza inexpugnable. La melena roja del Señorón competía con las crines de un caballo; medía tres metros y era tan fornido que varios hombres juntos no podían levantar su espada. Necesitaba un mínimo de cinco kilos de carne, un canasto de panes y diez litros de vino por día, cantidades que aumentaban cuando estaba de humor depresivo. El derecho de pernada lo ejerció implacablemente pero era tal el volumen de su sexo que todas las mujeres, temiendo ser destrozadas, huían hacia señores menos robustos. Durante años, el Señorón tuvo que conformarse con yeguas de pelaje rosado. Guerrero feroz, de un sablazo abatía un roble; invadió las posesiones vecinas, adquiriendo tal poder que la corte de Belgrado, para anexarlo, decidió concederle la mano de una princesa.

Su fiel escudero Drago, que desde niño le había enseñado el manejo de las ballestas, hachas, lanzas, mazas, puñales y espadas, partió hacia la capital en busca de la novia, llevando suntuosos regalos. El Señorón, desenraizando árboles con sus brazos, construyó un lecho de troncos que pudiera soportar las efusiones, pensando acostumbrado a las yeguas, que le iba a tocar una esposa gigante.

Quiso el destino que en esos días estallara una tormenta y que, huyendo de la nevasca, un carromato de gitanos pidiera albergue en la fortaleza, en espera de un tiempo menos adverso. Entre esa gente morena sobresalía una muchacha rubia, Sofía, de catorce años, que, a pesar de vestir andrajos, mostraba a cada gesto su origen noble. Después de torturar a los bohemios hasta que confesaron haberla raptado en Rumania, Mandakovitch les arrancó los corazones y los hígados para devorarlos, asados, en compañía de sus guerreros. La niña, ante justicia tan atroz, perdió el habla para siempre. Temblando a cada ruido, se escondía en los rincones de la fortaleza.

Una mañana los muros se engalanaron de banderolas. Cuando llegó la princesa Gradichka de Banjalouka, el Señorón, saltando desde una almena, cayó ante la comitiva y alzó el velo que cubría a su futura mujer: una adolescente pálida, menuda, de piel transparente, que trataba de sonreír, aterrada. El Señorón la podía alzar del suelo con un solo dedo. ¿Cómo consumar la noche de bodas sin partirla en dos? Mandakovitch deseaba un heredero. Para eludir el rechazo de la noble señorita, después de estrangular a sus sirvientas, la amordazó y ató al lecho nupcial, abierta de piernas. La muda Sofía tuvo que entibiar manteca de jabalí y, con el pecho sacudido por una respiración convulsiva, verterla entre las piernas de sus amos. Ayudado por el lubricante, al cabo de grandes esfuerzos, el Señorón logró abrirse paso y depositar su semilla, pero en el momento del goce no se pudo controlar y el último empujón desmayó a la princesa. Pidió a Sofía un lino para secarse el aceite y, al ver esos ojos esmeralda, captó la excitación enloquecida de la muchacha. Junto al cuerpo exangüe de Gradichka penetró en aquella copa estrecha ofrendada con ansias. Al desatar por segunda vez su fuente seminal, dio tal embestida que también la muda se desvaneció. Las dos mujeres despertaron bañadas en sangre y embarazadas.

La princesa de Banjalouka exigió el descuartizamiento inmediato de su rival. El Señorón ordenó la ejecución al fiel Drago, mas éste, compadecido, hizo trizas una ternera, mostró los pedazos a su amo y dio dinero a una pareja de cabreros para que cuidaran a la condenada.

Pasaron los meses. Oculta en las montañas, la muchacha dio a luz a un niño, mientras que la princesa, en su gran dormitorio, entre banquetes y danzas, paría a una mujer. Mandakovitch, decepcionado, regresó a sus amores con las equinas. La princesa se suicidó, arrojándose desde la torre más alta. Puesto que nadie sabía cómo educar a una niña, Drago fue designado protector y maestro de armas de la infanta... Pasaron los años. El bastardo, Belovar, creció imitando los gestos frágiles, sensibles, de su madre. Era tan bello como Bielina, su media hermana. Ambos heredaron el pelo rojo y la robustez de su padre. Si alguien los hubiera visto juntos, habría pensado que eran gemelos.

Después de un invierno particularmente gélido, una primavera violenta entibió las vertientes, hizo estallar flores y llamó a Bielina con tal urgencia que la joven galopó en su caballo por los intrincados senderos de la montaña... Con el pecho oprimido por los nuevos aromas, Belovar vigilaba sus cabras no sabiendo si reír o llorar. El aire fragante lo ponía nostálgico. Coronó su larga cabellera con margaritas y cantó un poema en honor a su difunta madre. Como su camisa le llegaba hasta las rodillas, parecía una muchacha... Encantada por aquella voz, Bielina avanzó, arriesgando caer en oscuros precipicios, hasta que encontró al delicado cabrero. ¡El muchacho era la mujer de sus sueños! Y cuando Belovar vio a esa giganta diestra apretando el vientre del bruto con sus espesas botas guerreras tal un centauro, encontró al hombre de su vida...

Cayeron el uno en los brazos de la otra. Se amaron con la misma intensidad con que habían besado los espejos. Al atardecer, como no querían cesar de verse, elaboraron un plan. Eran tan parecidos, que si Belovar vestía un traje de Bielina, podría atravesar tranquilamente el patio del castillo sin que nadie notara la diferencia. ¡Así lo hicieron! Ella se escondía y el muchacho, disfrazado de mujer, atravesaba los corredores rumbo al dormitorio.

Pasó el tiempo. El temperamento viril de Bielina y la única forma en que permitía ser poseída, le impidió quedar encinta. La felicidad duró hasta que el Señorón de Mandakovitch consideró que debía casar a su hija con un guerrero que engendrara un nieto capaz de continuar la tradición. Por más que la joven imploró para que su padre retardara el proyecto, no pudo convencerlo.

Incapaces de soportar la separación, los amantes decidieron morir. ¡Pero querían estar juntos en la tumba! Para lograr esa unión póstuma, elaboraron un plan del que Drago se hizo cómplice, por una parte porque adoraba a Bielina, y por otra porque, lleno de achaques, estaba cansado de la vida... Belovar, maquillado y peinado como su hermana, esperó al anciano escudero en una gruta que nadie conocía. Drago, de un tajo limpio, le cortó la testa y se la llevó, envuelta en una piel de oveja, al castillo. Allí, degolló a Bielina y junto a su cuello sangrante colocó la cabeza de su amado. Volvió a la caverna y enterró los restos de Belovar coronados por la cabeza de Bielina. Después, otra vez en el castillo, arrodillado ante el cadáver de su protegida, se hundió una daga en el corazón.

El Señorón dedujo que su hija, para no casarse, había obligado al fiel Drago a que le quitara la vida. No fue capaz de darse cuenta de que la cabeza pertenecía a otra persona. Honraron la memoria del escudero y lo enterraron, replegado como un perro, a los pies de Bielina.

Cuando Tolín, agitando el pergamino y las hojas de papel ordinario, vapuleó frenético, a las tres de la mañana, la puerta del hangar de La Rosita, éste no le abrió; pegó su boca al postigo y le gritó, luciendo una sonrisa sádica:

—No, mi querido violinista. Hoy de ninguna manera te contaré cómo la cabeza de Belovar llegó hasta mí, conservada en agua alquímica. Pero si me cedes un día ese tesoro que olvidas entre tus piernas, accederé a revelarte tal poético misterio.