La muerte del Rebe

Cuando le pedí al Rebe que me contara su vida, se puso a llorar. Ni mi abuelo ni mi padre habían pensado en preguntarle cómo había sido su existencia antes de que los osos le devoraran el cuerpo. Esto es lo que me reveló:

Mis ancestros llegaron al Cáucaso en busca de sus raíces. El Arca santa, según el Génesis, al terminar el diluvio, navegó al garete ciento cincuenta días, y cuando por fin el Innominable (bendito sea), se acordó de Noé e hizo soplar un viento sobre la superficie de las aguas, fue a varar en la cumbre del Ararat. Pasada la cólera divina, el patriarca, su familia y sus animales bajaron por las abruptas faldas para poblar la Tierra bajo la luz de una nueva alianza. El Cáucaso, donde se yergue esta altísima montaña, se convirtió en la cuna de la humanidad regenerada.
El hacha siempre vuelve al bosque de donde salió el mango: mis abuelos, que habían sido expulsados de España, amontonados en guetos en Italia, raptados por los piratas moros en el Mediterráneo, esclavizados en Turquía y asesinados en Irán; subsistiendo gracias a la venta de tapices, tabaco y sal, recorrieron Armenia, Georgia, Chechenia, Azerbaidján, Daguestán, escalando uno tras otros los montes, para desenterrar en sus cumbres algunos esqueletos de perro, pero no el Arca santa.
Habiendo perdido la esperanza de encontrar su origen – la posesión del suelo les estaba para siempre negada - pacíficos como eran, lectores infatigables de la Torá y del Talmud, cargando en sus viejas yeguas más peso de libros que alfombras, vagaron de valle en valle aceptando ser muchas veces agredidos en esos pueblos hoscos, separados de los otros por barreras de montañas. A pesar de que los caucasianos les respetaban a sus mujeres (no por principios morales, sino porque ellas se mostraban cubiertas de mantones, con los dientes teñidos color tierra, los cabellos rapados y la piel untada con una pasta de queso rancio), las repetidas invasiones de los mongoles, que no tenían un olfato delicado, hicieron que, de violación en violación, los atributos orientales les entraran en la carne. Al cabo de algunas generaciones, Anan, mi padre, nació con los ojos rasgados y yo, Todros, con una piel que daba reflejos amarillos. Creo que por esta vergonzosa herencia, ambos tuvimos ese carácter rebelde que obligó a la comunidad religiosa a prohibirnos asistir a sus ceremonias.

Apenas cumplí siete años, edad en la que, según Anan, mi cerebro era ya capaz de comprenderlo todo, él me llevó a las salinas. Allí, en el silencio cómplice de la extensión blanca, me hizo beber un trago de miel de acacia y comenzó a iniciarme.
— Óyeme bien, Todros: el Innominable (bendito sea), es infinitamente justo y sólo actúa con bondad. Todo el daño viene del hombre que, convirtiendo el placer en vicio, hace mal uso de su libre albedrío. El ascetismo es el único medio que tenemos de conservarnos puros. Tú y yo, hijo mío, renunciaremos al placer.
Y desde entonces comenzamos a usar vestiduras negras, a comer sólo dos panes de cebada por día, uno en la mañana, el otro al atardecer; a rechazar la sal y el azúcar; a dormir en los suelos más duros. Sin comprender nuestra locura, Aya, mi madre, me decía: “¡Estás en los huesos! ¡Recuerda: amor y buena comida para triunfar en la vida!”, y lloraba rogando que comiera sus suculentos postres y guisos. Yo la miraba los ojos llenos de desprecio por estar sumergida en esas necesidades animales.
¿Cómo un pedazo de carne o un trozo de pastel hubieran podido alimentarme más que ese dios innominable que llenaba mi pecho, mi vientre, mi cabeza, mi ser entero? Todo estaba ocupado por Él (bendito sea). Lo único personal que me quedaba era la piel, tan estirada y seca que, si la golpeaban, sonaba como tambor. Desesperada, Aya se lanzó sobre Anan, que ya había perdido sus dientes, y lo corrió del hogar azotándolo con un pollo desplumado. ¡Nos fuimos juntos!

Comenzamos a vivir en una gruta, al pie de las montañas del Gran Cáucaso, junto al río Terek. La colectividad no tardó en olvidarnos, decretando que mi madre, una mujer aún atractiva, podía contraer nuevas nupcias, orden que ella acató gustosa, uniéndose, como muchas otras paisanas —más vale un buen pariente que un mal vecino—, con un primo cercano. Nosotros, mientras tanto, para comer, nos hicimos mendigos. Bajábamos al pueblo a pedigüeñar cantando, una hora por día, lo que nos bastaba para obtener cuatro panes, un par de zanahorias y abundantes burlas. El resto del tiempo lo ocupábamos en leer la Torá, reservando tres escasas horas para dormir. Mi padre estaba seguro de que una frase de los Números encerraba el secreto de la vida eterna: “Y el ángel del Señor pasó más allá, y se puso en una angostura donde no había camino para apartarse ni a derecha ni a izquierda”. Después de repetir la frase incontables veces, me miraba para decirme con sus ojos plenos de fiebre:
—El ángel está delante de nosotros y espera que nos acerquemos. No necesita perseguirnos; el camino estrecho conduce a él, a su espada vengadora. Vengadora en el sentido de que elimina lo superfluo. ¡Hijo mío, tenemos que decir a las necesidades del alma y del cuerpo: esto no soy yo! ¡No soy el que piensa, ni el que siente, ni el que desea! ¡Pero tampoco soy lo pensado, ni lo sentido, ni lo deseado! Voy por el camino estrecho de la negación, no puedo ir ni a derecha ni a izquierda, no puedo ser ni puedo no ser; sin embargo, en el fondo de aquello hay algo más que debo sacrificar, entregar a la espada del ángel, algo que me tiene encadenado a la vida y a la muerte. ¿Pero qué es? ¿Qué es lo que el ángel no quiere dejar pasar? ¡Vamos avanzando a ciegas! ¿Qué hay más allá de la inteligencia pura? ¡Quizá nada! ¡Puede que ese mismo ángel sea nuestra meta! ¿Cómo saberlo? ¡Ah, Todros, meditemos aun durante el sueño!
En el calor agobiante del verano, en el frío despiadado del invierno, con la piel tan pegada a los huesos que parecíamos momias, continuamos meditando. De pronto me di cuenta de que estaba más alto que mi padre y que ya iba a cumplir veinticuatro años... Anan pareció regresar de un país lejano, sacudió su cabeza cubierta de largas greñas sucias y mostró las encías desdentadas en una mueca que era el resto penoso de su antigua sonrisa.
—Alegría, alegría, Todros! ¡Vamos a celebrar tu aniversario comiendo un postre: moras!
— ¡Padre, estamos en pleno invierno! ¡Las zarzas duermen bajo un manto de nieve!
— ¡El Innominable (bendito sea) las despertará! Hemos pasado años adorándolo, bien puede hoy darnos ese mínimo placer. Para algo ha coronado las cumbres con generosas matas.
— Cuidado, padre, en algunos lugares la nieve se ha transformado en hielo. ¡Las laderas están muy resbalosas!
— El Innominable (bendito sea) me protegerá! Pero como no soy cabra ni perro salvaje, voy a demorar un buen rato en trepar y bajar. Tú no pierdas tiempo: la puerta del cielo se puede abrir y cerrar en un solo segundo. ¡Atención, atención, atención! ¡Medita sin cesar!

Seguí con la mirada la ascensión de Anan hasta que se lo tragó la niebla y luego, inmovilizando mi cuerpo esquelético, ignorando el frío, concentré mi espíritu en el camino estrecho. No podía ir ni a derecha ni a izquierda ni retroceder. Yo era el que pensaba, ¿pero quién me pensaba? Yo era la conciencia, luego la conciencia de la conciencia, luego la conciencia de la conciencia de la conciencia... Fui tan lejos, me sumergí tan profundo en el abismo sin fondo, tensé tanto mi cuerpo para impedirle distraerme con algún movimiento, absorbí y quemé de tal manera su energía, tratando de atravesar la raíz del pensamiento, que el pobre no pudo resistir más y comenzó a sangrar por la nariz.
Concentrado como estaba, al comienzo no me di cuenta, pero un calor húmedo comenzó a invadirme el pecho para llegar hasta mi sexo. ¡Abrí los ojos, vi la mancha roja, sentí un estallido luminoso en el centro de mi cerebro y comprendí! ¡Había por fin encontrado la puerta! En el Génesis, dos, siete, estaba claramente escrito: “Entonces Dios formó el hombre del polvo de la tierra y sopló en su nariz aliento de vida y fue el hombre un ser viviente”. ¡Eso era! El cuerpo ataba mi conciencia a su forma rígida, pero la sangre informe me estaba mostrado el camino. ¡Si la vida, la verdadera vida, la espiritual, puro aliento divino, conciencia fundadora, entraba por la nariz, era por la nariz por donde podía salir!
Abandoné primero las sensaciones que me ataban a los pies; en seguida abandoné las piernas, el tronco, los brazos, el cráneo; me concentré en la nariz, abrí su memoria genética, llegué hasta Adán y sentí su éxtasis cuando el Innominable (bendito sea) posó en sus fosas nasales los labios que se había creado para esa única ocasión y eyectó el soplo increíble que penetró cada molécula del cuerpo de arcilla, otorgándole el goce infinito de la existencia. ¡Ahora yo, aliento divino, rechazando la petrificación de la carne y navegando contra la corriente, volvería a mi origen!

Con la fuerza de un toro de lidia, surgí por las dos ventanillas nasales y me encontré, como una amiba transparente, flotando fuera del cuerpo, unido a él sólo por un filamento luminoso. Por primera vez descubrí la dulzura de ser yo mismo, sin estar deformado por el dolor o el miedo. Era delicioso no depender de los otros, no tener peso, no estar amenazado por el hambre, las enfermedades, la vejez, la muerte, existir sin dueño, sin forma, sin secreciones, sin excremento... Comencé a atravesar las diez dimensiones maravillosas, queriendo llegar al pensamiento primero, que es el comienzo y el fin de todo... Visité inmensas espirales de pura luz, gigantescas serpientes de fuego frío enrolladas en anillos concéntricos, ríos de amor, esplendores sublimes surgiendo de un pozo oculto por infinitos velos... Era tal el bienestar que sentía, que decidí hundirme en esos limbos tanto como mi cordón de plata se estirara. Confiaba en Anan. Él protegería mi cuerpo inanimado, esperándome con paciencia, aunque tardara años en regresar. ¡Grave error!

Mi padre, después de llegar a la cumbre y desenterrar de la nieve unos puñados de moras, resbaló y cayó en un barranco. Allí tuvo que esperar cinco días, subsistiendo gracias a los congelados frutos, hasta que una lluvia disolvió el hielo y pudo trepar. Cuando llegó a nuestra gruta, encontró unos pocos huesos mordisqueados y un trozo sanguinolento de cuero cabelludo: los restos de mi cuerpo. Por las huellas se dio cuenta de que eran dos osos los que me habían devorado.

De pronto, vi esfumarse el filamento plateado que surgía de mi ombligo. Me sentí tan vulnerable como una tortuga despojada de su caparazón. El éxtasis se convirtió en angustia. Atravesé apresurado los diez planos del limbo y salí del luminoso Entremundo para sumergirme en la densidad oscura... Allí estaba mi padre, llorando desconsolado junto a mis despojos. Hubiera querido acariciarlo para calmar su corazón, pero ya no tenía manos. Tampoco voz para decirle que estaba ahí, más cerca que nunca, porque la barrera de la carne no se interponía entre mi espíritu y el suyo. Mas él, únicamente con su intelecto, podía comprender mi trágico deceso. “Todos sólo somos máscaras del Innominable (bendito sea). El Innominable (bendito sea) es un infinito océano de eterno goce; mi hijo, un sueño, una ilusión, una chispa divina, ha regresado a la dimensión sin tiempo y sin espacio, para disolverse en el Origen, felicidad pura, orgasmo incesante.” También comprendía mi padre que un muerto — ¡él me imaginaba muerto, es decir convertido en nada!— no sufre. “Todros ya no es individuo, no siente ni se siente. El desaparecido no es más que una parte del que sufre. El vivo no sufre por el muerto, sufre por sí mismo. Cree que ha perdido, cuando en realidad no se pierde porque nunca se tiene. Cree que las cosas no fueron como debían haber sido; en realidad si fueron así es porque debían ser así. El individuo es mortal, el Innominable (bendito sea) es imperecedero. La muerte es una ilusión individual.” Pero las ideas, por acertadas que fueran, no podían calmar su dolor. Se sentía como un espejo al que de un solo golpe, un golpe impensable, injusto, irremediable, hubieran quebrado en mil pedazos. Le dolía el cuerpo. En su propia carne sentía las dentelladas de los osos. A él, que no había sido capaz de salirse de la materia, mi desaparición le revelaba su inaceptable condena mortal.
¿Cómo sacarlo de su absurda pena? ¡Cómo mostrarle que yo estaba allí, presto a entrar en su organismo para darle mi energía vital, aquella que a causa de la destrucción de mi cuerpo no había consumido! Pero Anan insistía en creer que era imposible el consuelo. Su alma, convertida en fortaleza, no dejaba el menor resquicio por donde se pudiera entrar. “Hijo mío: yo tenía planes para ti, me veía, a través de tu existencia, viajar hacia el futuro; eras mi inmortalidad... Muere el abuelo, muere el padre, muere el hijo, muere el nieto, esa es la felicidad, porque las muertes se suceden tal como desde la creación fueron ordenadas. Pero tú, Todros, desapareciste antes que yo. Ahora, miro al sol como un águila sin alas... ¡Si el padre come espinas, al hijo le sangran las encías! ¡Fui yo el que te dejó meditando en la caverna; yo el que se tentó con comer moras, yo el que te enloqueció prometiéndote la inmortalidad; yo el que, por alabar la vida eterna, te hice perder la vida efímera, corta pero preciosa porque es la única que se nos concede! ¡Sin embargo, fueron los osos los que nos separaron, los que impidieron que la Gran Obra fuera realizada! ¡Fieras malditas, en alguna guarida deben invernar digiriendo tu cuerpo sagrado! ¡No puedo aceptar que el vientre de esas bestias sea tu tumba!

Anan lanzó un grito que pareció interminable, reunió sus fuerzas, se concentró en las encías y con la voluntad fanática de una madre pujando por parir un crío atascado, hizo surgir dos nuevas hileras de dientes, blancos, puntiagudos, enormes.
Descendió a la aldea, entró en la taverna, eyectando por los ojos tal odio que nadie se atrevió, como era la costumbre, a escupirle el rostro. Tomó un cuchillo de la cocina y descolgó un arco y un carcaj lleno de flechas que adornaban el comedor. Lo dejaron hacer a su antojo. Para los caucasianos, los orates eran divinos porque participaban de la santa locura de Cristo. “¡Al loco y al aire, darles calle!”

Semidesnudo, cubierto por una manta convertida en harapos, se internó entre los árboles que cubrían las laderas del gigantesco Elbruz. Nadie le había enseñado a cazar osos, pero el odio es el mejor de los maestros. Sin preocuparse del frío o de la niebla, avanzó observando los diferentes excrementos; blandos e informes, humanos; color ladrillo, duros, perros salvajes; bolas pequeñas y negras, cabras... y por fin unos amasijos azul oscuro que, al escarbarlos, resultaron ser ciruelas mal digeridas: ¡osos! ¡Ah, esos malditos comían sin cesar porque, por tener el intestino corto, eran incapaces de digerir gran parte de lo que tragaban! Aquel era el sendero nutricio de un plantígrado. Lo probaban esos árboles descortezados en donde negreaban las huellas de unas largas garras.
Avanzó, con el corazón dando latidos que parecían partirle el pecho. Yo quise decirle: “¡Basta, Anan, asesinando animales te condenas! ¡También me condenas a mí, obligándome a seguirte por este mundo denso! ¡Déjame ir, por favor! ¡Perdona a los osos y perdónate a ti mismo como yo te perdono!”, pero mi padre no podía oírme. Se hizo un corte en la palma de una de sus manos, para frotarse el cuerpo impregnándolo con su sangre. Sabía que un oso puede detectar el olor de una carroña a quince kilómetros de distancia. Los georgianos tenían un proverbio: “Brinca un pez en el río: el águila lo ve, el ciervo lo oye, el oso lo huele y Dios lo ama”. Continuó ascendiendo la montaña y mascullando, con el resuello entrecortado: “Dios (maldito sea) no ama al pez ni al águila ni al ciervo ni al oso ni a nadie. Sin necesidad, sin hambre, indiferente, nos crea y nos devora. ¡Esta corta vida que nos da para vencer su aburrimiento, es un abuso de poder!
Como lo esperaba, al final del sendero divisó, junto a una roca, a un oso que husmeaba hacia él entrecerrando sus ojillos. Su talla era inmensa, su forma voluminosa y pesada, sus uñas largas como navajas... Colocó lentamente una flecha en el arco y, paso a paso, centímetro por centímetro, avanzó hacia la bestia. El animal aplastó sus orejas contra el cuello gruñendo iracundo, golpeó el tronco de un árbol produciendo un ruido atronador, abrió sus mandíbulas para mostrar cuatro puñales de marfil y, chorreando baba, se lanzó hacia mi padre. Éste, sin soltar el arco, agitó los brazos lanzando alaridos. El oso frenó, cayó al suelo, rodó unos metros y escapó corriendo, pegado a la inmensa roca. Mi padre lo siguió, lo más rápido que pudo, pero la fiera lo superó en velocidad y desapareció en una curva. Enrojecido por el odio, Anan continuó su persecución alrededor de la roca, con el arco tenso, preparado a disparar. Yo me desesperé. Comprendí la treta del animal: ¡estaba girando alrededor del peñasco para atacar a Anan por la espalda! Volé hacia mi padre y le hice señales para que mirara hacia atrás. Pero él, incapaz de captar mi presencia, siguió corriendo en pos de la que creía era su cobarde presa. ¡Qué angustia, yo no quería que le pasara lo peor! Los osos devoraron mi cuerpo cuando yo estaba fuera de él, convertido en espíritu puro. Anan, por el contrario, se había sumergido en la carne, emporcando su mente con odio, sufrimiento, bajos instintos. Ya era casi un animal. Destruyéndole el cuerpo, al mismo tiempo le destruirían el alma. Pasaría, sin estaciones intermedias, de la conciencia a la nada absoluta: moriría. Sólo los espíritus que han descubierto la puerta y penetran descarnados en el Entremundo, pueden no morir y conocer las maravillas del luminoso cuerpo de Aquello (bendito sea).
Sin esperar nada, convertido en un haz enceguecedor, movido sólo por la desesperación, me lancé hacia el oso. ¡Oh, milagro, el animal sí podía verme! Se alzó sobre sus patas posteriores, lanzó un rugido metálico y se protegió los ojos con los cojinetes de sus plantas, dejando el pecho descubierto.
Mi padre dio media vuelta y, sin perder un segundo, lanzó una flecha que fue a clavarse en el corazón del gigante. Cayó fulminado entre las zarzas.
Sin preocuparse por que las zarzas laceraran su piel, Anan, blandiendo el cuchillo de cocina, corrió hacia su víctima y le abrió un canal de la garganta al vientre. Hundió sus manos febriles en el tajo humeante, escarbó entre las vísceras y no encontró ninguno de mis huesos. Desesperado, extrajo el corazón para destrozarlo a mordiscos. ¿Qué quedaba de mi padre? ¿A dónde había ido a parar su sabiduría? Ese sufrimiento que lo sumergía en la locura, ¿era amor? ¿No es el amor el que permite atravesar las fronteras y establecer un puente entre esta vida y el reino de los ausentes? Yo estaba ahí, junto a él, a través de él, en él... pero Anan, mutilando su fe, se había convertido en una isla a la deriva en la nada.

Marchando obsesionado en busca del segundo oso, mi padre, a comienzos del verano, se encontró una mañana en los bosques de pinos que perfuman los pies del monte Kazbek. Después de enterrar el arco, las flechas, sus sandalias agujereadas y la manta, lavó en un arroyuelo el cuchillo y su cuerpo, se secó al sol, frotó su piel con agujas de pino y untó con arcilla su larga cabellera, barbas y pelos de las axilas y el pubis. Luego, caminando sobre la punta de los pies, comenzó a rastrear su presa.
No sintió pasar el tiempo. Al atardecer, las sombras de los árboles se alargaron hasta reptar, como serpientes negras, sobre las rocas hirvientes. De allí surgía un respirar ronco, acompañado por chillidos de hembra en celo. Quemándose las plantas de los pies y las palmas de las manos, Anan escaló un peñón y vio, en una meseta, a la sombra, justo bajo él, a un enorme oso, azul marino, inclinado sobre una osa tan pequeña que sólo emergía de ella, entre las gruesas patas anteriores, su fino hocico. La bestia oscura se afanaba, yendo y viniendo, con una extraña delicadeza. No eran golpes los que daba sino caricias. Con esos labios despegados de las encías, estirados como trompa, besaba la cabeza de su casi invisible compañera.
Mi padre esperó el momento preciso y, cuando el animal rugió enceguecido por el orgasmo, dio un salto simiesco y cayó montado sobre él, para hundirle el cuchillo hasta el mango en la peluda nuca. La mole cayó de costado arrastrando a Anan, quien se dio un espaldarazo cruel contra las rocas. Antes de que pudiera levantarse, cayó sobre él, arañando y mordiendo, una mujer desnuda que llevaba una cabeza de osa por sombrero.
Ese cuerpo sucio, musculoso, de grandes senos en punta, esa furia animal, aquella mancha púbica chorreando esperma de oso, otorgaron a mi padre el vértigo del deseo. Convirtiendo los dolores de su alma en hambruna sexual, con fuerza demente agarró por el cuello a la salvaje, la arrodilló junto a la sangre que caía a borbotones de la nuca abierta, le inclinó la cabeza hasta hacerle hundir la frente en el magma rojo y, de un empujón que casi le parte el pubis, le llegó al fondo para, entre goce y asco, perforarle las entrañas con el escupitajo que daría vida a un pobre niño a quien llamaría Todros, en un vano intento por recuperarme, olvidando que el Innominable (bendito sea) nunca se repite y que, para siempre, cada efímero ser queda inscrito en la memoria universal como un acontecimiento sagrado por lo único... ¡Una caída, una crecida! Lo compadecí, pero, en cierta manera, me alegré. Anan, al fin, había encontrado el camino, aunque bestial, que lo liberaba del sufrimiento. En esa vagina degradada se había extinguido el duelo. Y por aquello, libre, yo podía regresar al Entremundo.

jodo dice: y que?






La cinta "Santa Sangre" del director chileno Alejandro Jodorowsky entró al ranking de las 500 mejores películas de todos los tiempos, sondeo que llevó a cabo la prestigiosa revista británica Empire.

La película de 1989, descrita como "enferma, retorcida y muy, muy sangrienta" se ubica en el puesto 476, sobre películas como la mexicana "Amores Perros" y el clásico de Hollywood "Rebelde sin Causa", pero debajo de la segunda entrega de "Piratas del Caribe".

La película del director chileno es una coproducción ítalo-mexicana, donde un joven es recluido en un manicomio luego de sobrevivir a una infancia como hijo de un artista de circo y una fanática religiosa.

El Padrino" (1972), "Indiana Jones: Los cazadores del arca perdida" (1981) y "La guerra de las galaxias: el imperio contraataca" (1980), fueron las películas que alcanzaron los lugares de honor en la encuesta.

fuente: cooperativa.cl