Por unanimidad, el león fue nombrado Emperador de
El León y el Burro
El piojo del Coronel
Un piojo, muy humilde, sólo conocía la aridez de la cabellera de un soldado raso. No se quejaba de su suerte —sus antepasados, durante generaciones, habían vivido en esos páramos— y conociendo sólo pelo apestoso, era incapaz de aspirar a un sitio mejor. Quiso el destino que el coronel pasara revista a la sudorosa tropa. El piojo, emocionado, levantó una de sus patas delanteras para él también hacer el saludo militar; entonces un viento repentino lo sacó de su hediente albergue y fue a depositarlo en la cabeza del coronel. El insecto se llenó de orgullo. “¡La armada está bajo nuestro mando!”, exclamó. Y una cálida sensación de poder embargó su corazón. Desde ese día despreció a sus congéneres. Es más, rogó al cielo que su jefe los exterminara por sucios y feos. Aferrado a la fragante cabellera, se sintió dueño del mundo, obedecido por todos. De pronto estalló un motín y los soldados, con lanzallamas, quemaron al coronel. El piojo, a pesar de gritar innumerables veces “¡Soy inocente!”, murió tan achicharrado como la cabeza que lo albergaba.
Los Evangelios para Sanar
Presentación del libro en Telemadrid
El Ultimo Ogro
La noche anterior a la visita anual del Presidente y la Primera Dama —venían a otorgarle un medallón de plástico imitación oro como premio por una virtud que los psicólogos oficiales habían bautizado “ovejidad conquistada”—, tuvo un mal sueño. Se vio vestido de San Cristóbal devorando a una niña de cinco años. Le comió todo, menos los dedos de las manos y los pies. A cada una de esas veinte extremidades la escondió dentro de un jamón. Murmuró una frase: “Con la esperanza de alivio, no se siente el padecer”. Se despertó salivando. Miró sus racimos de jamones y se puso a llorar.
Cuando llegó el Presidente con su comitiva, no pudo levantarse del sillón. Solamente lanzó, como saludo, un gruñido, pequeño para él, ensordecedor para los visitantes. Esto hizo que la Primera Dama, a la que correspondía el honor de colgar del enorme cuello el medallón, se le acercara, temblando de pies a cabeza. El intenso olor a adrenalina, los ojos demasiado abiertos y los vellos erizados de la señora, despertaron en el ogro una voracidad que creía para siempre sepultada. La tomó por los brazos y en un santiamén se los arrancó. Luego, de una tarascada, le cortó la cabeza y la trituró. La comitiva, lanzando al suelo al Presidente, pasó sobre su cuerpo tratando de llegar a la puerta. El ogro los cosechó como si fuesen uvas de un apetitoso racimo. Le bastó menos de un cuarto de hora para comérselos a todos. Después de relamerse y eructar satisfecho, se dio cuenta de lo que había hecho. Mil sirenas ulularon en su cerebro y todos los condicionamientos pacíficos le patearon el alma. “¡He dejado al país sin gobierno! ¡Qué atrocidad!” Llorando lágrimas del tamaño de una paloma, comenzó a lanzar por la ventana sus jamones. Cuando las paredes quedaron desnudas y abajo el ejército, saliendo de la sorpresa, apuntaba hacia él todas sus armas, recogió los trajes desgarrados y los zapatos de sus víctimas y salió a la calle. Cayó de rodillas, rompiendo los adoquines. Sus lamentos hicieron vibrar los edificios. La multitud y los soldados, sin atreverse a hacer un gesto ni pronunciar una palabra, observaron su doloroso y sincero arrepentimiento. Un general comenzó a dar la orden de fusilarlo. El Vicepresidente que, por fumar un cigarrillo, no había entrado con el séquito presidencial al apartamento del ogro, lo interrumpió: “¡Alto! Este hombre no es un criminal, es un justiciero. Ahora puedo revelar que el difunto Presidente estaba robando el oro del país, enviándolo en sacos llenos, acompañados de la Primera Dama, por vía diplomática, a una cuenta bancaria en Suiza. Como el alto mando recae ahora en mis manos, nombro a don Virgilio González Vargas (ése es su nombre, si no me equivoco) Verdugo Nacional. ¡Todos aquellos políticos que se aparten del democrático sendero, serán devorados por nuestro patriótico ciudadano!”
Hasta los ciento diez años, sin necesitar jamones, bien alimentado, gordo como una montaña, el ogro vivió una vida apacible recibiendo, a cada apetitosa ejecución, los aplausos del país. Murió en su inmensa cama haciendo el saludo militar. Lo enterraron con el largo ataúd cubierto por la bandera nacional... Al día siguiente de su deceso, estalló el caos en toda la República.