El León y el Burro

Por unanimidad, el león fue nombrado Emperador de la Selva. Al comienzo, el digno cargo lo llenó de orgullo, pero a los pocos días se angustió. En todos los claros y rincones estallaban crueles batallas. Nadie podía caminar con seguridad por los senderos. Al caer el sol, los animales se encerraban temblando en sus madrigueras. Muchas especies habían dominado el secreto del fuego y mantenían brasas ardientes dispuestas a quemar la selva si fuera preciso, aunque la mayor parte de sus habitantes pereciera... El Emperador llamó al burro, su Primer Ministro. Lloró amargamente junto a una de sus largas orejas. “¡Mi fiel colaborador, nunca tendré fuerzas para solucionar tan enorme problema! ¡Vamos hacia la destrucción!” El burro, con gran esfuerzo, pensó y luego dijo: “Querido amo, si usted no llega a resolver un problema inmenso, trate por lo menos de resolver un problema pequeño, que esté al alcance de sus fuerzas. ¿Puede ordenar la selva entera?” “¡No!” “Trate entonces de ordenar el área en la que usted vive.” “¡No puedo —contestó el león— porque hay tantas envidias en mi corte que no logro organizar un ejército!” “¡Entonces, ordene su corte!” “¡Imposible! ¡Hay tales disputas en mi propia familia que no tengo tiempo de pensar en otras cosas!” “¡Entonces, oh Majestad, solucione los problemas de su familia!” “¡No puedo, pedazo de burro, porque yo mismo me debato entre las ansias de servir a mi pueblo y el deseo voraz de comérmelo!” Y la fiera saltó sobre su Primer Ministro. El burro, mientras era devorado, pensó: “Esto me pasa por tratar de mejorar al león antes que a mí mismo”.

El piojo del Coronel

Un piojo, muy humilde, sólo conocía la aridez de la cabellera de un soldado raso. No se quejaba de su suerte —sus antepasados, durante generaciones, habían vivido en esos páramos— y conociendo sólo pelo apestoso, era incapaz de aspirar a un sitio mejor. Quiso el destino que el coronel pasara revista a la sudorosa tropa. El piojo, emocionado, levantó una de sus patas delanteras para él también hacer el saludo militar; entonces un viento repentino lo sacó de su hediente albergue y fue a depositarlo en la cabeza del coronel. El insecto se llenó de orgullo. “¡La armada está bajo nuestro mando!”, exclamó. Y una cálida sensación de poder embargó su corazón. Desde ese día despreció a sus congéneres. Es más, rogó al cielo que su jefe los exterminara por sucios y feos. Aferrado a la fragante cabellera, se sintió dueño del mundo, obedecido por todos. De pronto estalló un motín y los soldados, con lanzallamas, quemaron al coronel. El piojo, a pesar de gritar innumerables veces “¡Soy inocente!”, murió tan achicharrado como la cabeza que lo albergaba.

Los Evangelios para Sanar

Presentación del libro en Telemadrid

El Ultimo Ogro

Por más que dormitaba junto a la chimenea, vestido con el uniforme de gala, cubierto por la capa de desfile, la colcha verdina y el espeso estandarte de su sección de tortura, pasaba frío los inviernos. Le habían dado un apartamento frente al retén de carabineros para que los vecinos, que se negaban a creer que la vejez lo hubiera fatigado, no temieran por sus niños. El techo bajo de esa construcción moderna lo hacía marchar encorvado. Los centenares de jamones que engrosaban las paredes sólo le dejaban un estrecho sendero que iba del sillón reforzado hasta su inmensa cama. Una larga carta del Ministro de Guerra al Ministerio de Salud Pública, explicando el gran peligro que era mantenerlo en ayunas, le consiguió el alimento solicitado. Cada jamón —devoraba uno diario— salvaba a un niño. En agradecimiento por ese favor permitía que, de diez a once de la mañana, conducidos por sacerdotes y oficiales, lo visitaran grupos de escolares que le ofrecían, tímidos pero fascinados, algunos chocolates. Él los aceptaba para disimular la saliva que le llenaba la boca ante la fragancia de esas carnes tiernas... Así, insatisfecho, el resto del día le era insoportablemente largo. La música no podía servirle de consuelo porque, por más que se esmerara en hacer gestos delicados, sus grandes manos destrozaban violines y teclados. Ni pensar, con ese hipócrita Gobierno Democrático, que lo dejaran divertirse descuartizando a un reo político. Su gran compañía podrían haber sido los libros, pero por vergüenza de solicitar unos lentes enormes, ocultó su miopía. Cuando los cadetes de la Escuela Militar iban a observarlo, tomaba la Biblia y, con una sonrisa beata, fingía leer, como si esa actividad sustituyera ampliamente la ausencia de la ogresa que le hubiera podido ayudar a construir una agradable familia de verdugos.
La noche anterior a la visita anual del Presidente y la Primera Dama —venían a otorgarle un medallón de plástico imitación oro como premio por una virtud que los psicólogos oficiales habían bautizado “ovejidad conquistada”—, tuvo un mal sueño. Se vio vestido de San Cristóbal devorando a una niña de cinco años. Le comió todo, menos los dedos de las manos y los pies. A cada una de esas veinte extremidades la escondió dentro de un jamón. Murmuró una frase: “Con la esperanza de alivio, no se siente el padecer”. Se despertó salivando. Miró sus racimos de jamones y se puso a llorar.
Cuando llegó el Presidente con su comitiva, no pudo levantarse del sillón. Solamente lanzó, como saludo, un gruñido, pequeño para él, ensordecedor para los visitantes. Esto hizo que la Primera Dama, a la que correspondía el honor de colgar del enorme cuello el medallón, se le acercara, temblando de pies a cabeza. El intenso olor a adrenalina, los ojos demasiado abiertos y los vellos erizados de la señora, despertaron en el ogro una voracidad que creía para siempre sepultada. La tomó por los brazos y en un santiamén se los arrancó. Luego, de una tarascada, le cortó la cabeza y la trituró. La comitiva, lanzando al suelo al Presidente, pasó sobre su cuerpo tratando de llegar a la puerta. El ogro los cosechó como si fuesen uvas de un apetitoso racimo. Le bastó menos de un cuarto de hora para comérselos a todos. Después de relamerse y eructar satisfecho, se dio cuenta de lo que había hecho. Mil sirenas ulularon en su cerebro y todos los condicionamientos pacíficos le patearon el alma. “¡He dejado al país sin gobierno! ¡Qué atrocidad!” Llorando lágrimas del tamaño de una paloma, comenzó a lanzar por la ventana sus jamones. Cuando las paredes quedaron desnudas y abajo el ejército, saliendo de la sorpresa, apuntaba hacia él todas sus armas, recogió los trajes desgarrados y los zapatos de sus víctimas y salió a la calle. Cayó de rodillas, rompiendo los adoquines. Sus lamentos hicieron vibrar los edificios. La multitud y los soldados, sin atreverse a hacer un gesto ni pronunciar una palabra, observaron su doloroso y sincero arrepentimiento. Un general comenzó a dar la orden de fusilarlo. El Vicepresidente que, por fumar un cigarrillo, no había entrado con el séquito presidencial al apartamento del ogro, lo interrumpió: “¡Alto! Este hombre no es un criminal, es un justiciero. Ahora puedo revelar que el difunto Presidente estaba robando el oro del país, enviándolo en sacos llenos, acompañados de la Primera Dama, por vía diplomática, a una cuenta bancaria en Suiza. Como el alto mando recae ahora en mis manos, nombro a don Virgilio González Vargas (ése es su nombre, si no me equivoco) Verdugo Nacional. ¡Todos aquellos políticos que se aparten del democrático sendero, serán devorados por nuestro patriótico ciudadano!”
Hasta los ciento diez años, sin necesitar jamones, bien alimentado, gordo como una montaña, el ogro vivió una vida apacible recibiendo, a cada apetitosa ejecución, los aplausos del país. Murió en su inmensa cama haciendo el saludo militar. Lo enterraron con el largo ataúd cubierto por la bandera nacional... Al día siguiente de su deceso, estalló el caos en toda la República.